Éste es un artículo de José Fernández de la Cigoña, que me ha parecido muy bueno. Recomiendo su lectura con la profunda seguridad de que éste les va a disipar la niebla que cubre éste tema.
Porque hay muchos prejuicios disimulados que subyacen en la cuestión y que la hipotecan. Y curiosamente son los más extremistas, de uno u otro lado, quienes se atreven a explicitar lo que otros piensan o da la impresión que piensan. Aunque no se atrevan a decirlo. Y es peligrosísimo que cuatro orates vengan condicionando algo que es capital en la Iglesia: la santa misa.
No hay una misa buena y una mala. Hay una única misa que es la renovación incruenta del sacrificio de Cristo en la Cruz. En la que el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y en la Sangre de Cristo.
Mysterium fidei.
Se celebre en copto o en armenio, en rito oriental o latino, mozárabe o ambrosiano, por el modo ordinario o el extraordinario. Y eso ocurre cuando un sacerdote, católico u ortodoxo, pronuncian las palabras divinas sobre el pan y el vino. Aunque no haya lecturas, ni velas, ni casullas, ni cantos... ¿O no era misa la que celebraba en la cárcel cuando conseguía unas gotas de vino y un pedazo de pan aquel santo sacerdote vietnamita que llegó a ser el cardenal Van Thuan?
La misa, cualquier misa, es santísima
ex opere operato. Aunque sea un miserable el sacerdote que la celebre. Y ministros miserables los hay, los ha habido y los habrá.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha adornado el sacramento que Cristo instituyó en la
Última Cena, conservando lo esencial, lo que le hace sacramento, y añadiendo o suprimiendo lo accesorio según entendía que era conveniente para la dignidad del sacramento y el bien espiritual de los fieles. Nada eso es esencial. Pero ello no quiere decir que sea prescindible a voluntad del celebrante. Y esas decisiones de la Iglesia no son infalibles ni inmutables. Valen lo que valen y mientras valen.
El cubrecáliz era necesario en una iglesia llena de moscas. Hoy esos animalitos han desaparecido de las iglesia urbanas. El lavado de las manos lo exigía un camino polvoriento y en la actualidad es sólo un símbolo de la limpieza con la que se debe llegar al altar. El tiempo del ayuno eucarístico, como respeto a la comunión, no puede, con las misas vespertinas, imponerse desde las 24 horas del día anterior. Y tampoco olvidemos que la primera misa fue vespertina.
Todas esas cuestiones, que rodean al entregarse de Cristo a los hombres por amor, renovado en cada misa, es la Iglesia la que tiene potestad para reglamentarlas. Con reglamentación que exige obediencia. En el celebrante y en los fieles.
Pues eso es lo que hay: Santo Sacrificio, autoridad de la Iglesia para regularlo en lo que no es sustancial y obediencia a lo establecido de celebrantes y fieles.
Todo lo demás es accesorio aunque haya cosas que sean, además, importantes. La anarquía celebratoria es impresentable. Y también el que sea consentida por la autoridad correspondiente. Cierto que hoy se da en el nuevo orden hasta extremos que en ocasiones son sacrílegos y hasta pueden hacer dudar de la validez del sacramento. Pero eso no se debe al modo ordinario sino a otros motivos. Que por supuesto deben desaparecer.
El modo extraordinario, superminoritario y al que asisten gentes muy adoctrinadas y con más que notable nivel cultural, se celebra hoy dignísimamente. Pero los que contamos con unos cuantos años recordamos misas que quitaban la devoción al más piadoso.
Hay consideraciones que son ciertas pero que tampoco se deben exagerar. Puedo aceptar sin problemas que el modo extraordinario sea más reverente con el misterio. Pero si el otro modo tiene la reverencia debida, que la tiene, no parece que se pueda criticar por ello. Si en el tradicional pusiéramos veinte genuflexiones más será todavía más reverente pero no por eso sería mejor. ¿Qué los protestantes se sienten mejor en el nuevo que en el viejo? Es posible. Pero de ahí no se puede concluir que se haya protestantizado la misa. Algunas imprecisiones están en vías de corregirse. como por ejemplo el
pro multis. Yo añadiría el
consubstantialem , los hombres de buena voluntad y alguna cosa más. Aunque es evidente la resistencia de no pocas conferencias episcopales a aceptar las correcciones.
El modo ordinario tiene también aspectos que no pocos consideran positivos. Participa más el pueblo de Dios. Entiende lo que dice el sacerdote, sobre todo en las lecturas. Ventaja también de las lenguas vernáculas aunque ciertamente haya ido en menoscabo de la universalidad. Hoy, habiéndose globalizado tanto la sociedad entiendo que sería bueno que se extendiera el latín a las partes comunes de la misa. De forma que un chino pudiera rezar el Credo con sus hermanos de Barcelona o un español el Padre Nuestro si va a misa en Praga.
Tampoco me parece de recibo la renuencia de no pocos obispos a permitir que en sus diócesis se pueda celebrar por el modo extraordinario si algunos fieles lo reclaman. Lo que da muestra no sólo de su poca sintonía con el Papa sino incluso de algo peor.
Creo en cambio que es una pretensión desorbitada la de que en todas las iglesias se celebre una misa tradicional. En muchas de ellas hay sólo una misa los domingos. Y en muchísimas otras los fieles no la desean. Si protesto de unos dictadores no quisiera que me llegaran ahora otros de signo contrario.
Dejemos libertad a los fieles y que los sacerdotes puedan atender el deseo del pueblo de Dios, en el sentido que sea sin miedo al báculo. Y ya es triste que haya obispos que no lo utilicen nunca salvo para hacerlo sentir sobre un buen sacerdote.
Creo, como final, que ya es hora de que unos y otros cesen en lo que subyace en el fondo de sus posturas. Unos tienen que deponer sus reservas hacia el
novus ordo. Que es tan santo como el otro. Yo estoy convencido de que quien cree que la misa del postconcilio es herética está fuera de la Iglesia. Y he conocido personas que se quedaban sin misa dominical antes que asistir a una de las que se celebraban en su ciudad. Y otros tienen que abandonar ese odio patente hacia una misa con la que durante bastantes siglos se santificó la Iglesia.
El Santo Sacrificio de la Misa no puede enfrentar a quienes en ella recibimos el Cuerpo de Cristo. Que cada uno pueda asistir a la que más le lleve a Dios sin pretender imponer a los demás el camino hacia ese Dios. Porque las dos misas llevan a Él. Y si alguno se siente feliz en ambas, como me ocurre a mí, pensará como yo que son absurdos esos enfrentamientos.